febrero 11, 2009

Santos y demonios

El gobierno ha sufrido el peor embate a su imagen, estructura y discurso político, desde que asumió el poder, en enero de 2006. Se ha producido un quiebre entre la coherencia discursiva de los valores pregonados frente a la práctica y la gestión. Si alguna fortaleza real y objetiva había tenido su propuesta de cambio, era su pregón de honestidad como el elemento sustancial y diferenciador, respecto del anterior sistema político y de los sujetos que lo habían derrumbado. Bajo un velo de misticismo, muchos interlocutores del régimen, habían distinguido a los sujetos del cambio respecto de cualquier gestor anterior, por su valor de compromiso a una propuesta ideológica renovadora, inclusiva e incluyente. Si embargo, la sucesión de hechos denunciados sobre irregulares situaciones como el contrabando, el nepotismo, el hurto y la coima, volvieron a ser puestos en el juicio público a partir de los factores opositores, pero también por la propia realidad del manejo estatal.

El discurso neoliberal había sido muy fuerte y contundente en su mensaje del Estado ineficiente y corrupto. Durante casi dos décadas, los bolivianos fueron obligados a asumir las políticas de gobierno de acuerdo al criterio de mercado, mientras el Estado solo podía asumir un papel regulador de las dinámicas centrales de la producción y los servicios. Los proyectos de reforma institucional estatal tejieron toda una trama de “meritocracia” basada en los estudios superiores, postgrados, experiencia internacional y origen profesional en el mercado, para garantizar el éxito de ese (Super) Estado orientado al control. Sofisticadas formas de invitación y múltiples filtros de acceso, hacía difícil y difuso el trabajo para y con el Estado. Los resultados fueron más que elocuentes, y pese a esas “previsiones”, la corrupción penetró a las entrañas del Estado a través de los mecanismos estructurales de su institucionalidad misma. Los contratos, las consultorías, los “Joint Ventures”, los anexos a los contratos, los términos de confidencialidad y otras formas de relación que involucraban la disposición de recursos, produjeron generaciones de satélites de corrupción alrededor del Estado que se beneficiaron de su debilidad institucional, con su consecuente manifestación de hechos delincuenciales.

El proyecto de cambio propuso el final de esas perversas formas de enriquecimiento a costa del Estado. No obstante, el fortalecimiento del Estado y su reinserción a las dinámicas productivas, propusieron ese nuevo papel, empaquetado en un discurso nacionalista y popular, pero conteniendo (teóricamente) los valores propios de una ideología basada en la igualdad y la inclusión de todos, en especial de los menos favorecidos. Las dudas comenzaron a surgir, cuando el proceso de nuevo ensanchamiento del Estado no se acompañaba de reglas institucionales claras para su administración y ejercicio. La normativa vigente, aunque insuficiente, establecía mínimos límites de accionar y gestión. El proceso de cambio, no solo no propuso nada nuevo, sino que se pasó por alto esas mismas formas de administración y control. Sentó las bases de un cuestionamiento a los sujetos de la administración de la justicia, no respetó la independencia de estructuras como la Contraloría, la Corte Electoral o el Ministerio Público. Dando así la señal inequívoca que todo estaba podrido (con pleno fundamento), pero sin proponer el factor de corrección más allá del discurso. Es por eso que casos como el del contrabando y el nepotismo, parecieran haberse respondido con la frase ¿Y qué? ante el estupor del espacio público.

En tal contexto de des-institucionalización total del Estado decadente, pero sin mayor aporte del Estado emergente, la mesa se encuentra tendida para quienes quieren aprovecharse de la situación. Por su parte, la floja oposición instalada en el país ni siquiera fue artífice de las principales denuncias de los hechos irregulares y el escándalo mediático fue más importante que la investigación. La lucha por la agenda fue disputada en el mercado de los medios entre un Gobierno de absoluta iniciativa e impulso discursivo, frente a un fragmentado esquema opositor reactivo y escuálido, sin mayor iniciativa que el “titular del día siguiente”. Los hechos públicos, en su mayoría, obedecen a circunstancias que trascendieron el manejo de los sospechosos y como el último escándalo, obedecen a prácticas delincuenciales propias de la mafia internacional.

Es importante mencionar que la corrupción no tiene ideología, ni es propia de un grupo frente a otro. “En arca abierta, hasta el justo peca”, reza la máxima y es que ninguna gestión de gobierno podrá resolver el secular problema si no se toman acciones de fondo que van más allá del valor ideológico. El diseño de la administración y el control, deben corresponderse con el juicio, la sanción y el castigo de los infractores. Esa actitud trasciende el modelo de la gestión económica o la escala axiológica del esquema de liderazgo de turno. El anterior sistema político fracasó (entre otras cosas) porque nos hizo entender que “peor que la corrupción era la impunidad”. Generaciones de nuevos ricos vinculados al hecho político transitaron por las estructuras del Estado, sus tres poderes y otras instituciones. Hoy asistimos a una prueba para el actual inquilino de la Plaza Murillo, que debe mandar una señal contundente si quiere recuperar la credibilidad de su discurso frente al cuestionamiento basado en el hecho.

Se sabe que la institucionalidad estatal boliviana fue construida en y para la corrupción. Para atacarla - y al margen de cualquier valoración ideológica - no es suficiente pregonar los 10 mandamientos o los tres preceptos del incario. Se necesita decisión política para institucionalizar el Estado y estructurarlo en base a reglas claras y normas consistentes. De nada servirá pregonar que lo originario es mejor que el sistema, o que unos son más honrados que los otros, sino se toma en cuenta que el que roba debe ser castigado, y si no lo es, se debe ser doblemente duro con su juez o con el mecanismo que lo permite. Es vital construir las instancias creíbles y respetadas del control, denuncia, juicio y castigo, pero también es imperativo establecer con el ejemplo, el sometimiento a la norma y al gestor de la misma. De lo contrario la impunidad reproducirá la corrupción y ésta carcomerá hasta la putrefacción la gestión que se busca defender. Eso no será nada nuevo y no representará el cambio.